SIN CASCOS. HISTORIA DE VALENTÍA

Cascos/Auriculares. Aclarado esto:

Llevo a menudo los cascos para escuchar música mientras camino por la calle. A veces se me olvidan o, a propósito, decido no quedarme en mi burbuja sino dejar que el ruido de fuera me cuente historias. Y ésta es una de ellas.

Volvía a casa, algo de frío, llevaba gorro de lana, tenía cosas/personas/un gato en que pensar y decidí no ponerme los cascos, porque con demasiadas cosas a la vez con las que enredarme o engancharme en sitios aumentan las posibilidades de que protagonice un inesperado número cómico gratuito ante desconocidos.

Gracias a no ponerme a escuchar música, descubrí en el metro a un cantautor que arranca sonrisas, una música optimista, vital (@singercantante) , que me hizo pensar «eh, buen lunes, Sanguino». Paró de tocar para darme las gracias y seguí mi camino mientras oía las entrañas de los túneles y los vagones.

Salí del metro y, gracias a no llevar los cascos, pude oír un «puta» que un tipo me dedicó, no dudo que desde la más absoluta amabilidad, respeto y galantería, seguramente pensando que quizá estaba falta de atención. Un detallista poeta, vaya. Lo único que si a los hombres que leen esto se les ocurre imitarle, ya os digo que como táctica de ligue no la recomiendo. Seré rara.

Me considero, pese a todo, una valiente, por lo que no me coloco los cascos, arriesgándome a recibir coletazos de conversaciones en, esta vez, el autobús. Estoy esperando en la parada cuando a mi lado se instala un chico grandullón. Lee un cómic y se sorbe los mocos. Sorbe. Otra vez. Ajá. Slurp. No, no me gusta, ¿cuál es la onomatopeya para sorber los mocos? Ah, aquí va otra vez. Empiezo a temer porque en uno de sus sorbetazos se dé la vuelta como un calcetín, pero parece que tiene bastante controlado el mecanismo por el cual decide no liberar flujo nasal pese a dejarle caer deslizándose entre pelitos. No soy una persona con demasiada paciencia, así que me falta poco para darle un pañuelo con cara de meestásponiendomalaporfavortelopido cuando, giro argumental, aparece una señora anodina y aleatoria que le saluda ligeramente simpática y nada efusiva. Eso denota que se conocen desde hace bastante pero no se quieren. El color de piel del chico (originario de África, vaya) y el de ella (pálido como si fuera un fantasmita con peluca), además de una familiaridad ligeramente incómoda, me da la clave: no son madre e hijo. Menos mal que no tuve que ganarme la vida como detective.

Resulta que ella viene de buscar por las farmacias una pomada para Sara. Sara es su hija, deduzco a lo Sherlock. Y el muchacho conoce o es muy amigo o es su novio o trabaja o algo con la tal Sara. Que igual viven todos en una comuna hippie, pero yo tengo claro que el nexo en común es Sara.

Ah, no, me acabo de dar cuenta de que Sara es la amiga. Sí. Todo el tiempo dicen «está con Sara», «sí, porque como está con Sara». La tal Sara debe de ser carisma puro, porque no me he quedado con el nombre de la destinataria de la pomada. ¿Una pomada para qué? Lo ignoro, pero puede ser desde un callo en el meñique del pie a una almorrana tamaño cráter del Vesubio o un leve granito, uh, sobre la naricilla, que imagino chata, de la pobre amiga sin encanto de Sara. Sin encanto y sin pomada.

Aquí entra una conversación eterna (¿pero cuánto tarda este autobús?) en la que los dos implicados, muchacho-sorbe-mocos-cómic y señora-anodina-con-bolsa-de-plástico, intentan demostrar su conocimiento sobre la poco carismática diciendo que los dos sabían que estaba con Sara y que necesitaba una pomada.

El drama de la conversación vino cuando la mujer le dice al muchacho, «ay, pues sabes qué le ha regalado por su cumpleaños», y el otro «el qué», y ella, consciente del clímax, toma aire antes de decir «calcetines».

Mira, casi se me salen los mocos de las narinas, pobre chica. No tiene carisma y encima la cabrona de Sara va y le regala unos calcetines.

Por fin llega el autobús. Ah, el placer del ruido inconexo, la gente mirando sus móviles y dos olores inconfundibles: alguien lleva cena del Burger King y otra persona algo comprado en un restaurante chino, porque hasta los mocos del chaval ahora mismo huelen a salsa de soja. Y entonces pienso en escribir este texto y en que deberían inventar unos cascos para la nariz que te aíslen. Así Sara tendrá algo diferente, aunque igual de deprimente, para regalarle a su amiga.

Natalia Sanguino Escrito por: