Vincent Van Gogh (en primera persona
“La tristeza durará para siempre”. Dónde empieza el arte y dónde termina la vida, Vincent.
Esto me pregunto a veces.
Tanto si creéis como si no, imaginadme al otro lado de la realidad. Desde aquí os envío estas postales de letra nerviosa, aguda, tensa como mi mente, tantas veces enemiga como aliada.
La primera la escribo empañada mi lucidez por la absenta.
Me rasco el cráneo con las manos temblorosas y muerdo mis labios, gesto universal, nervioso, incapaz y desconfiado. Un ligero olor a rancio me llega de los pliegues de mi cuerpo. Y en esa postal escribo: “Soy un fracasado«.
En la misma mesa de madera ajada, que cruje al mínimo movimiento, pongo la segunda postal, figuración que enviar al futuro, icono falso para cubrir expediente literario: “Autorretrato”, escribo a un lado. Y al otro, me dibujo a mí. Mis ojos azules, mi pelo de color que grita, apretada la mandíbula bajo el contorno del pómulo. No tengo dinero, nunca lo he tenido: no puedo pagar modelos y por eso solo soy capaz de dibujarme a mí mismo, una y otra vez.
Cualquiera que empieza es mejor que yo. Conozco a los mejores, soy amigo de Gauguin, y por eso sé que no soy suficiente. Una tercera tarjeta postal escrita a aquel tipo que publicó un artículo alabando mi obra: “No malgastes elogios en mí”.
“Soy como un zapatero”, sonrío apenas desde mis comisuras a mi escritura. Le digo a mis letras lo que mi cerebro piensa. Mi oficio no me diferencia de otros. He llegado tarde pero solo conozco un modo de pintar: trabajando sin descanso. Una tras otra salen mis pinceladas expulsadas de la mano, gruesas, rotundas, trágicas como mi pensamiento, que a veces es torrente, otras cascada y muchas apenas llega a un arroyo que me permite mantenerme erguido y parecer un hombre.
Escojo una tarjeta postal más y explico en ella: “No pongáis a vuestros hijos nuevos el nombre de hijos muertos”. Inspiro y vuelvo, en el poco hueco que me he dejado mí mismo para corregirme: “Salvo que queráis que sean artistas”. Ocurrió conmigo y ocurrió con Dalí. Llevar el nombre de un hijo muerto no es algo sano, por mucho que tus padres se empeñen.
Dejo apartada tinta y tarjeta por un momento y pienso en cuántos hombres y mujeres no habrán cargando con el nombre de algún hermano muerto y que no habrán arrastrado sus infiernos a un lienzo. ¿Cómo lidian con ello, entonces? ¿Saben ser simplemente felices? ¿Son capaces de no pensarlo? Tantos genios y no genios, como dirá dentro de un tiempo el mejor poeta portugués.
“Pequeño y opaco París, me despedí de ti para zambullirme en la luz de Arlés”. La luz, vital para el pintor, aire con el que respiran sus pinceles, hogar donde descansan los ojos.
Una penúltima postal la dejo para la mujer a la que le di el lóbulo de mi oreja. Es secreto lo que le digo, permitidme que esto lo deje para mí. Fue en un burdel. Las putas, esas mujeres condenadas a vivir en el rincón más sucio del patio social, tan centrales en la pintura (como las modelos de Caravaggio, vivas o muertas), y en las vidas de hombres que, por muy genios que fueran, eran incapaces de relacionarse con las mujeres sin pagarlas. ¿Traté bien a las prostitutas? ¿Alguna vez se lo ha preguntado alguien?
Y la última tarjeta postal que me queda me permitiréis que la ocupe con las últimas palabras que le escribiré también a mi hermano Theo:
“La tristeza durará para siempre”. Principio y fin, vida y arte.