El 75º de los 101

Error de destinatario

José García. Pepe me llaman algunos, Jose los amigos, sin acento. José cuando la enfermera salió a buscarme a la sala de espera después de atender a mi mujer.

Mi nombre es común, mi apellido también lo es. Lo asumí desde que fui consciente de ello. Soy uno más, un número de Documento Nacional de Identidad, un número de la Seguridad Social, una ristra de números en la cuenta del banco. Otros números a deber en la hipoteca con el banco para pagar el piso en el que vivo con mi mujer. Ella tiene un nombre precioso, sin embargo. 

Yo soy tan invisible, tan prescindible, que ni siquiera el segundo giro de guión que me cambió la vida en apenas un año tuvo mi nombre. Simplemente decía “al portador”.

Aún me temblaban las manos cuando llegué al banco. Respiré profundamente varias veces para intentar que no temblara también mi voz y para ver si así podía calmarme. Ambas cosas fueron inútiles. El cajero de rostro anodino, que podría presentar un telediario tanto como estafarte, me saludó con voz de trámite y apenas levantó la vista del ordenador para extender sus dedos hacia el cheque, en el que dejó sus huellas dactilares y en el que estaban también las mías.

Minutos antes, cuando iba hacia la sucursal, lamenté no haber intentado averiguar de algún modo si había más huellas en el cheque, pieza rectangular de papel impoluto que parecía haber nacido y estado solamente en el sobre dentro del cual lo encontré. Que se viera que me preocupaba, ¿no?, el origen del cheque. ¿Qué podría haber utilizado? ¿La mina de un lápiz rayada sobre el cheque? ¿Cacao soluble, como vimos Lucía y yo en una serie policíaca? No tenía en casa ni lápiz ni cacao, no soy un dibujante ni un niño. ¿Quién tiene hoy en día esas cosas en casa? Dudo que tenga siquiera un bolígrafo, quizá en algún cajón quede alguno de publicidad. Eso es cosa de mi mujer, la dueña de todos los “por si acaso” posibles.

Mi pensamiento volaba en esta y otras cuestiones (de la misma profundidad, o sea, poca) mientras iba hacia el banco y después, cuando ya entré y esperé unos minutos a que el cajero atendiera a una señora mayor muy encorvada que protestaba por alguna factura que le habían cobrado. Fue mi turno después de su “sinvergüenzas” airado. 

Y yo, que pensaba que estaba nervioso y que en lugar de hablar iba a gritar o llorar, me encontré, como digo, ante un diligente empleado de la banca, que no me miró a la cara. Hasta que vio la cifra de dinero que figuraba en el cheque. 

– Pero esto… 

– Pone al portador – balbuceé.

– Sí, pone al portador, sí… Eh… Espere un momento. 

Con el cheque en la mano (¡no se lo lleve, sinvergüenza, protestó dentro de mí el espíritu de la señora de antes!) el cajero se fue al despacho del director de la sucursal. Su prisa me recordó a la urgencia con la que salió la enfermera a preguntar por mí a la sala de espera. “José García”, dijo la enfermera hace unos meses y escuché decir, esta vez, al director del banco.

Habían salido ambos, el cajero me miraba por fin a la cara y el director me sonreía. “José García”, dijo el director, que era más joven que yo, tenía la mandíbula afilada y se sujetó la corbata con la mano izquierda antes de tenderme la mano derecha. ¿Temía que yo agarrara su corbata en lugar de su mano? Mis manos, las dos, sudaban, así que disimuladamente me sequé la mano derecha en el abrigo antes de extenderla hacia el director. No funcionó, se dio cuenta, se sonrió, me consideraba inferior. 

Como aquel médico, mayor, que sentado detrás de su mesa fue igual de amable. Aunque sé que también me consideraba inferior y lo sé porque después la hermana de Lucía me lo dijo, muy enfadada, en el tanatorio. Yo no quería pasar por el tanatorio, quería ir directamente al cementerio, pero no se podía o no me dejaron o yo no me enteré. Soy un paleto, no me entero de nada. Eso me gritó la hermana de Lucía, mi cuñada: “¡Eres un paleto y no te enteras nunca de nada!”. 

El médico fue amable para decirme que mi mujer había muerto. Mi cuñada estaba llena de rabia y no me perdonaba que Lucía se hubiese ido.

Paleto, inferior, pero con un cheque al portador por valor de medio millón de euros. 

El director del banco me invitó a pasar al despacho como la enfermera me invitó a pasar a la consulta del médico de urgencias. En aquella consulta solo escuché y sollocé. En el despacho del banco, el director y yo hablamos, reímos quedamente, saldé mi hipoteca, me quedó dinero para renovar al fin mi viejo coche y abrí cuentas nuevas para rentabilizar bien todo el dinero.

Habían pasado seis meses y todavía hablaba de Lucía en presente, como si estuviese viva. 

Antes de todo eso, ella había pasado unos meses muy malos, muy, muy malos, por culpa de su situación en el trabajo. Un sueldo que nos llegaba justo para vivir sumado al mío, acoso por parte de sus jefes y de parte de sus compañeros, amenazas continuas de recorte de puestos en la empresa, miedo. Miedo siempre. 

Sus padres y su hermana le decían que se le pasaría todo si tuviera descendencia, que le daría importancia a otras cosas más allá de su sueldo o su día a día en la empresa. Ella no se atrevió a decirles que no quería tener hijos. Nosotros lo habíamos hablado mucho y siempre llegábamos a la conclusión de que preferíamos estar solos, nos consolábamos pensando en nuestro egoísmo como si ser conscientes de él nos disculpase de algo, ante una divinidad en la que no creíamos o ante la sociedad que siempre sentíamos que nos observaba de reojo. 

Lucía llevaba mucho tiempo tan triste que yo me convertí en un payaso, siempre le quité importancia a sus penas o a sus miedos porque odiaba verla triste o preocupada. Le hacía bromas, trataba de que fuésemos cada fin de semana de excursión a un sitio diferente… Alguna vez discutimos porque Lucía me decía que no podía estar huyendo siempre.  Yo le decía que no se preocupase, el piso solo estaba a mi nombre, mi trabajo de funcionario municipal era seguro, no nos faltaría de nada nunca, ella no iba a deber nada a nadie mientras yo viviese. Que no fuese por el dinero. Pero era por todo lo demás.

Inmerso en cambiar la realidad a su alrededor, no vi cómo estaba ella: desesperada. Tanto como para beber mucho, como para medicarse mucho. Consiguió unas pastillas por internet, no sé cómo, yo no entiendo de ordenadores. Se las tomó. Llegué a tiempo del trabajo para encontrarla con vida, pero en pleno proceso del lavado de estómago su corazón se paró. Mi amor, mi vida, mi luz de todos los días se fue. Su familia me culpa por ello. Paleto ignorante, lo sé.

Seis meses después llegó un sobre sin huellas ni remite al buzón de casa. Dentro, 500.000 euros al portador procedentes de una de las cuentas de la empresa donde había trabajado mi mujer. Esperé un par de días después de descubrir la carta y entonces fui al banco. Salí de allí decidido a disfrutar, mirando al cielo y agradeciendo a Lucía todo lo que me enseñó y prometiéndole que iba a ser lo más feliz posible, siempre. Por ella.

Minutos antes.

– ¿Y seguro que a usted le llegó este cheque por correo, caballero, sin más?

– Para qué iba a mentir, y además en un banco… – Sonreí, azorado. Me había llamado caballero. Lucía y yo no estábamos casados, no compartíamos cuenta corriente, ni siquiera banco. La hipoteca era solo mía porque el piso lo compré antes de conocerla y siempre me dejé aconsejar por ella en cuestión económica. Sus manías eran órdenes para mí. Gestora de mi amor, de mi tiempo y de mi dinero.

– Es cierto que la empresa que lo emite tiene fondos de sobra, pero… Bueno, nada, usted póngame aquí su nombre, eso es… Aquí firme, por favor… Gracias, bien… Y cuando quiera, podemos hablar de lo que tiene pensado hacer con ese dinero. 

Lucía, mi astro preferido, era contable. Confiaba tanto en mí que sabía sus contraseñas del ordenador del trabajo. Un día me llamó a su lado, los dos estábamos bebiendo vino, íbamos algo borrachos, yo creía que estábamos felices. Juraría que ambos estábamos felices ese día. Me enseñó cómo extender un cheque a nombre de la empresa, lo hacían a menudo, ¿ves? Mira estos movimientos, Jose, ¿ves? Son de los pagos que la empresa hace. Ah, al portador están porque son mordidas, como sobornos, para que me entiendas, que hacen a otros empresarios para conseguir favores, licencias, que les encarguen a ellos el material y no a la competencia… Sí, son unos sinvergüenzas, sí. Vaya forma de expresarte tienes a veces. Pues si alguna vez me pasa algo, te voy a enseñar a solucionarte la vida, mi amor. No, no me va a pasar nada ni tiene por qué pasarme. Digo por si acaso. Pero no te pongas una cifra muy alta, ¿eh? Te quitas deudas y ya está. Que no te lo digo por nada, no, tranquilo. Y luego te voy a enseñar a borrar tus pasos, eliminando todo rastro desde este ordenador de lo que has hecho. Luego te envías el sobre por correo sin remite y esperas un poco para ir a cobrarlo. Y el dinero te lo gastas en cuanto esté en la cuenta, muévelo rápido. Toma nota de todo que luego dices que no te enteras, anda.

Natalia Sanguino Escrito por: