Aprendió a escribir con 68 años
Redondita, más grande de lo debido y apretada, tanto que dejaba sus senderos ortográficos marcados en la página siguiente del cuaderno. Su letra era lo opuesto a su vida, alejada de su físico, más parecido al de un personaje pintado por El Greco, pero aquella torpe escritura inicial se parecía a sus ojos: canicas vivarachas que, una vez aprendieron a leer y a escribir, querían descubrirlo todo.
“Pues es que la vida era la que era”, solía decir cuando alguien le preguntaba por qué no había aprendido antes a comunicarse así. Él hablaba mucho y bien, se expresaba correcto, pero se le juntó el trabajo en el campo y en la granja con ser el hijo único de otra pareja de analfabetos que no estaban avergonzados de serlo y el vivir alejado de ciudades y hojas escritas. No tuvo curiosidad ni oportunidad, ambas parejas. Sus parejas, las tres que tuvo en toda su vida, sí sabían leer y escribir, pero su vida no consistía en enviarles cartas sino en ir, venir, amarse, discutir, aburrirse, dejarlo y volver a empezar.
“Pues es que la vida era la que era y mis padres eran como eran”, sentenciaba ante los parroquianos que le tomaban el pelo mientras les veía jugar desde la barra del bar. No le gustaban los juegos de cartas y casi tampoco le gustaba la gente, pero la soledad, a su edad, le pesaba demasiado. Su última pareja se fue hace tiempo y la casa, estando su padre ya muerto, era enorme para su madre y para él. Y muy fría. Su madre, que nunca fue mujer de sonrisas, pasaba los días pegada a la radio y al brasero. Ese “mis padres eran como eran” escondía una infancia desgraciada, muchos golpes, poco cariño y una educación como la que podía haber recibido un perro.
“Pues siendo la vida como era y mis padres como eran, me harté un día de primavera”, sonreía en verso cuando le seguían preguntando, ora en el bar, ora en la plaza del pueblo, al salir de la clase en el ayuntamiento. Redondita y cuidada era su letra, había aprendido a escribir de manera regular hacía apenas dos meses y no paraba de comentárselo a todo el mundo. Qué gozo, qué gran descubrimiento poner en fila todos sus pensamientos. Qué tonto placer le provocaba ocultarle a su madre dónde iba cada tarde con la bicicleta. De la fría casa de toda la vida al calor de la escuela para adultos. Se sentía más importante por saber escribir que por hablar todos los días de forma natural con el alcalde. Nunca fue hombre de admirar a otros, agachada como estaba su testuz a diario para estar pendiente de los animales o del suelo.
Postales, dedicatorias de libros, incluso un cuento. Un día le dijo la profesora: “Me das envidia, ¿sabes?”. Y él respondió “¿por qué, si soy un paleto?”. “Porque nunca olvidarás este regalo, este descubrimiento que has hecho: poder leer y escribir, de repente se abre ante ti todo, todo es posible, todo te saluda, ¿te das cuenta?”. Y él sonrió amplió, inclinó la cabeza y con sus ojos vivarachos, redonditos e intensos como su letra, le respondió: “¿Usted me ayudaría a escribir mi historia pero como si fuera otro el protagonista del cuento?”.