El 83º de los 101

Yo no me he casado. Podría haber sido una de esas frustraciones que arrastramos de adultos y que sacamos a relucir borrachos: siempre había soñado con casarme y no lo conseguí. Así que no he pensado en cómo hubiera sido el día de mi boda. 

Habéis tenido suerte, os lo voy a ahorrar. 

Cuando una escribe puede vender el personaje que quiera, puede hacer creer que es de un modo u otro. Puede elegir alejarse de su realidad o puede mostrar la realidad que cree que habita. En cualquier caso: fingir.

He asistido a algunas bodas pero no a muchas. No soy de estas personas a las que no paran de invitar a bodas. Estoy convencida de que tener muchos amigos, conocidos o familia que te invitan a bodas (seguro que habéis oído lo de “tengo tres bodas este año”) dice algo del invitado, de su origen, de su entorno. Todavía no sé qué es lo que dice. Uno de los motivos por los que escribo es para buscar respuestas. O quizá calma. 

Al pensar en alguna boda que narrar se me ocurrió a la que asistí en el lugar más especial para mí, un sitio al que no he vuelto y al que pensé que me gustaría volver según puse un pie en su costa: la pequeña isla de Tabarca. 

Conocí a Carol porque ambas publicamos nuestra primera novela con una editorial catalana, Versátil. Coincidimos en la Feria del Libro de Madrid ese año y nos hicimos amigas. Carol se llama como la protagonista de mi primera novela, pero tiene bastante más carisma y energía que ella. Carol es tierna y chispeante y cuando me invitó a su boda con su chico “de toda la vida”, como quien dice, pensé que me estaba tomando el pelo.

Yo lo había dejado con Santi, el que fue mi pareja durante diez años, unos meses antes. Ni me planteé ir con un amigo o amiga, fui sola. Me pareció buena idea. Lloré durante la boda por mi ruptura, por mi sensación de soledad bajo aquel sol terrible, porque tenía un brote de psoriasis que cubría de placas de un rosa furioso gran parte de mi cuerpo. Lloré porque lo único alegre y bonito que yo tenía aquel día era mi vestido amarillo. Un espectáculo. Lo llevé también a la boda de mi amiga Irene, que si está leyendo esto estará pensando que por qué no la he incluido a ella en la boda más bonita. Y mi prima Irene seguramente también. ¡Haberos casado en una isla, no te jode!

Tiene que andar una dando explicaciones siempre, caray.

Llegué a Alicante y recuerdo el aparcamiento de un McDonald’s. Quizá debería escribir a Carol para que me recuerde bien ciertos detalles. 

Es igual.

Fuimos a Tabarca en uno barco tipo ferry, en pequeño. En el trayecto sí fui feliz. Todo era una promesa. Y Tabarca nos recibió con su magia. Lugar de piratas, pocas calles, un hotel precioso donde Carol y Tomás habían decidido alojarme y donde también dormirían ellos. En aquella habitación pensé: “Aquí yo vuelvo algún día con un amante, vamos que sí”. Hace diez años de aquello y he amado, pero no he vuelto a ese hotel, que igual ya está cerrado.

Pasamos el fin de semana en la playa, una cala a la que teníamos que bajar con cuidado agarrándonos de una cuerda, fuimos por la noche a un pequeño bar con mucho encanto y las amigas de Carol me arroparon como el pajarraco perdido que yo debía ser. Digo pajarraco porque por tamaño no me identifico con un gorrión adorable, pero tampoco con una cigüeña elegante. ¿Urraca? ¿Verderón? Al menos me sientan mejor sus colores.

Carol y Tomás se casaron fuera de la iglesia pero no por la iglesia, hacía sol pero no era un calor insoportable, se querían y se quieren tanto que de verdad hacen que parezca fácil desde fuera. Y yo sigo creyendo que debe ser fácil y que si no lo es, a mí no me interesa. No he vuelto a Tabarca y debe ser por eso, aunque yo no quería compromiso para volver, solo me propuse volver con deseo, vino y noches con muchos besos.

Cenamos bajo una carpa y a mí, la impar, la solitaria madrileña, me sentaron en la mesa de los compañeros de trabajo (entonces) de Carol y Tomás. Me divertí mucho y no sabéis lo que se agradece que la gente no sea imbécil cuando tú estás triste y tan perdida. 

Acabamos la noche en la playa junto al restaurante, con un ligero frío y bajo muchas estrellas. No diré lo fácil, que sería equiparar a Carol y Tomás con los astros, no es mi estilo.

Pero me gusta que, si leen esto, sabrán que su boda es una de las que siempre menciono cuando hablo de estas ceremonias. 

Cómo agradezco no ser de esas personas a las que invitan a varias bodas por año.

Natalia Sanguino Escrito por: