PENUMBRA.
INTERIOR DE UN ESTUDIO DE YOGA.
Varios Budas asisten a la escena con los ojos cerrados, desde láminas en la pared y como figuras en los rincones.
“Da pena observar una vela según se va extinguiendo. Conforme se le escapa la vida a la mecha, la llama se queda sin aire y se asfixia. Se asfixia. Se apaga sin quejarse, con un último suspiro final, eso parece. Obsérvala. Da pena pero sabemos que es ley de vida, ley de cera. No dejo de observarla. Es relajante observar la llama de una vela, venga, probad a hacerlo ahora, en esta meditación. ¿Todos tenéis vuestra vela? Eso es, con los ojos entrecerrados, así que parece que te van a llorar, justo previo a la lágrima, como si tus ojos fuesen la llama”.
LUZ.
CALLE ALEDAÑA AL ESTUDIO.
– ¡Hasta luego, amor, nos vemos en la próxima clase! – Con la esterilla de yoga enrollada y metida en una bolsa de tela hecha por mujeres senegalesas y que compró en una tienda de comercio justo, Mapi se para frente a una frutería. – ¿A cuánto está esto?
El frutero, un hombre de arrugas marcadas y piel tostada, responde con fuerte acento marroquí: “Dos kilos dos euros, señora, pone ahí”.
Mapi le dice que no le entiende. Cuánto me has dicho, no te entiendo, chico.
El hombre, mayor que ella, señala el cartel. Señora, pone ahí.
“Pone ahí, pone ahí, mira, perdona, es que ahí pone un número que puede ser un dos o un siete y pone kilo y euro, ¿un kilo, un euro, entonces?”.
“Sí, señora, sí, un kilo, un euro, ¿se lleva?”.
“Bueno, sí, dame… Dame dos kilos, anda, que los moros siempre tenéis buena fruta”. Saca el monedero y al abrirlo ve el papelito de la rifa del próximo sábado, a ver si le toca el juego de maletas, piensa. “Adiós, ¿eh?” se despide del frutero, que atiende ya al siguiente cliente.
Se apresura para llegar a casa porque quiere hablar con Irina antes de que se vaya hoy. El otro día le desaparecieron diez euros del cajón de la cocina y últimamente notaba que la comida le duraba menos de lo habitual.
Cargada con la esterilla y los dos kilos de naranjas, corre cuando ve el autobús acercándose a la parada. Al subir, casi choca con el hombre que acababa de entrar, un negro enorme cuyos hombros casi no cabían de frente en el pasillo del autobús.
– A ver si puedo pasar, ¿me dejas, perdona, oye? – Le dice, con su cara pegada casi a su axila, tan grande es él y tan pequeña ella. Al pasar a su lado no puede reprimir un gesto de disgusto – Vaya olor, madre mía, ¿esta gente se duchará o qué? – Y un señor sentado asiente conforme ella pasa. Una chica, con aspecto de venir del instituto o de la universidad, con el pelo larguísimo y los ojos muy maquillados, reprende a Mapi, para su sorpresa. “Señora, córtese un poco, ¿no?”.
– ¿Que yo me corte por qué? ¡Si el chico huele mal, pues huele mal, oye!
En los siguientes minutos se forma una trifulca verbal en el autobús a la que Mapi asiste atónita, porque le recriminan tanto la chica como el negro enorme sus palabras. ¿Y qué le va a hacer ella si él no se ducha? Eso está a punto de preguntar, indignada, cuando ve que un tipo con cara de panoli saca el teléfono móvil y le parece que empieza a grabarla. Asustada y temiendo verse abriendo el informativo de Telecinco, se baja sin pensar mucho en la siguiente parada. Cuando recupera el aliento ve que aún está lejos de casa. Ahora tendrá que caminar un rato con las naranjas y la esterilla. Suena ‘Gracias a la vida’ en su teléfono móvil y responde cuando Violeta Parra está a punto de cantar “la vida”.
– ¡Dime! – urge a la persona al otro lado del teléfono.
– Señora, solo para decirle que ya me voy, dejé todo listo, tiene la cena hecha y la comida para mañana, ¿mañana me necesita a qué hora?
– ¡No, no, Irina, me esperas ahí hasta que yo llegue ahora!
– ¿Pasa algo señora?
– No, tú espérame.- Cuelga- Que ya te voy a decir yo lo que pasa como me sigas sisando – Murmura.
Lleva unos 200 metros caminados cuando le paran un chico y una chica jovencitos, con la nariz algo roja por el frío y armados con sendas carpetas, bolígrafos y un teléfono móvil que dirigen a la boca de Mapi. Al principio se asusta, pero luego ve que apenas son estudiantes haciendo algún trabajo de éstos para tenerles entretenidos.
– Perdone, señora, estamos preparando una encuesta por el barrio, es para el instituto.
– Ah, muy bien, ¿para qué asignatura?
– Es una cosa de estadística. Para aprender.
– Claro que sí, aprender siempre, guapos. – Ve entonces que junto a los dos hay otras dos chicas, de pelo larguísimo como la del autobús, ellas dos son sudamericanas, parecen indias talladas en piedra. Levanta un poco la voz – Oye, acercaros vosotras, ¿eh? Que no muerdo, que a mí me caéis muy bien los latinos, que sois muy educados. Malo que os gustan mucho los patines eléctricos ésos, pero bueno, si vais con cuidado y por la carretera, ¿eh? – Se ríe.
– Sí, eh, es que ahora nos toca a nosotros hacer la encuesta, luego les toca a ellos.
– Ah, muy bien, que os repartáis la tarea, ¿eh? Que no sean siempre los mismos, bien. Dime, guapa, cariño, que mira, me pillas que vengo de yoga, que me encanta porque me gusta estar en paz conmigo, y mira, de comprar unas naranjas al morito, un chico que hay ahí más atrás, bueno, un poco seco pero con buenas naranjas. Así que dime, que voy cargada pero a los estudiantes siempre hay que apoyaros.
– ¿Cree que España es un país racista?
– Mira… Racista, racista, no. Pero es que ha sido mucha inmigración de golpe y eso hay gente… Con poco mundo, que yo he viajado mucho, por ejemplo, y oye, es otra cosa, pero que el que no ha salido de su pueblo… Pues hija, igual se asusta. Pero racista, no. ¡Si somos los más solidarios!
– ¿Y se considera usted racista?
– ¿Yo? Para nada. Me limpia la casa una rusa. Mira, la funda de la esterilla, la compré en Senegal como quien dice. La compré aquí pero la hubiera comprado allí encantada. Y he ido a Marruecos y a Túnez de vacaciones. ¿Cómo voy a ser yo racista? Anda, bonita, me voy que tengo prisa y esto pesa.