El 89º de los 101

De la noche a la mañana

La moqueta estaba sucia. 

Recuerdo eso y recuerdo el olor a café recién hecho que llegaba de alguna parte. Estaba en el despacho de mi jefe, el dueño de la empresa. Me había llamado por teléfono a mi mesa, que queda a unos quince pasos de la suya. Era una de sus irritantes costumbres, la de ejercitar el brazo izquierdo y la manita derecha para descolgar el teléfono y marcar mi extensión, en lugar de poner un pie delante del otro unas 15 veces para hablarme de lo que fuera. 17930 mi extensión. Más fácil. Le vendría mejor moverse, porque la circunferencia de su barriga crecía por años, pero allá él. No vendría la suerte en forma de infarto, no, pensaba los lunes al llegar a la oficina y ver su gesto infeliz. 

Y me llamó por teléfono y me preguntó, taimado y amable como un gato hijo de puta, que si me importaba acercarme a su despacho. No, no, por favor, le respondí. Iba tranquila porque suponía que me encargaría algo extra aparte de mi trabajo. Aunque en el caso de una documentalista como yo “algo extra” solía ser más labor de documentación. No me importaba, nunca me importó.

– Cierra la puerta, por favor, Laura, ¿te importa? – Aquí ya me escamé. Excesivamente amable. Eso y que cerrar la puerta no era lo habitual al entrar a su despacho. Su cara gorda, ancha, algo abotargada en la zona del cuello, se tornó blanda y melosa.- ¿Estás contenta en la oficina? – Mi tranquilidad se mudó al miedo. El corazón empezó a latirme cuando él se inclinó, su cara yendo hacia la mía. No necesitaba que mi cuerpo me lanzara señales de peligro, ya lo estaba viendo yo sin perder el control de mi sudor, de mis párpados, que temblaban, ni de mis manos, que se aferraron a los brazos de la silla, blancos los nudillos, seca la boca. ¿Era esto acoso laboral? ¿Así era como funcionaba? ¿Yo iba a ser una de esas víctimas, de verdad? 

– ¿Qué haces? – acerté a decir. Él nos trataba a nosotros de tú y nosotros a él de usted, pero si él cambiaba de escalón, yo también. Qué poca defensa tiene el pez chico frente al grande, cambiar la persona del trato, recuerdo que pensé con pena. 

– ¿Que qué hago? Ofrecerte más, más dinero. ¿Quieres más dinero?

Solo entonces bajé la mirada a su pantalón y vi el bulto en la entrepierna. Me hubiera resultado cómico ver ese bulto entre los rollos de sus muslos, que presionaban el pantalón en la postura que estaba. Me habría reído si hubiera visto la imagen en una pantalla, quizá, por lo ridículo, porque daba más miedo la grasa apretada contra la tela que el bulto.

¿Entonces, así de estúpido era el acoso sexual en el trabajo? ¿Así de simple y de asqueroso? 

Levanté la barbilla e incliné mi cabeza para alejarme algo de su boca, cuyo aliento me llegaba, apestando a tabaco y a horas sin lavarse los dientes o beber agua, y le dije que se fuera a tomar por culo. 

– Te voy a denunciar, cerdo de mierda. – Le respondí alejándome hacia la puerta.

– Pero mujer, no hace falta que te pongas así, ¿no ves que así no ganamos ninguno? – Ya estaba en la puerta pero me giré al escucharle, atónita.

– ¿Cómo?

– Que yo te ofrezco dinero por alguna mamada de vez en cuando, que mi imagen es intachable y lo sabes, que tengo familia y solamente me joderías ¿y tú? ¿Tú cómo quedarías? ¿No ves cómo vistes, cómo vienes? ¿No te has follado ya a media plantilla, guapa? ¿Eh?

– Vete a tomar por culo – le dije, llena de rabia, y salí de allí. 

No volví a pisar esa moqueta. A cambio, abrí un perfil en Twitter y otro en Instagram, ambos anónimos, para denunciar aquel acoso. No puse nombres pero di pistas como para saber qué empresa era. 

A los pocos días llegaron los retuits. Gracias a una seguidora creé mi hashtag propio, el que siempre ponía en mis publicaciones e historias. Pasé de 100 a 1.000 seguidores en las dos redes en un par de semanas. Me llegaron muchos mensajes privados que hablaban de sus propios casos, de los acosos sufridos por otras, por otros, algunos más leves, otros gravísimos, terribles, que se llevaron por delante la salud mental de quienes los sufrieron. De los 1.000 a los 5.000. El mensaje iba calando y yo, desempleada sin derecho a paro (me fui yo voluntariamente de la empresa y pese a la denuncia interpuesta contra el jefe, la justicia iba lenta), poco a poco encontré un motivo, un objetivo. Mi novio insistía en que no tenía que preocuparme, que no pasaba nada, con su sueldo tiraríamos. 

Un día llegó el primer WhatsApp de un antiguo compañero de trabajo. “Pero cómo tienes tanta cara, tía, si te has pasado por la piedra a todo el que has querido, ¿ahora vas de digna?”. Le respondí. “¿Cómo no pretendes que le denuncie? ¿Cómo puedes comparar lo que yo quiera hacer contigo o con otros 30 con que este tío me acose en su despacho y a cambio de pasta?”. “Te hablo de las cuentas que has abierto. Tan rápido como has subido, caerás”.

A este siguieron otros mensajes de diferentes compañeros, todos criticando que yo hubiera salido por patas en lugar de aceptar el dinero. “Joder, Laura, que solo era chupársela de vez en cuando”. Creyendo estar viviendo en una realidad paralela, asustada por las reacciones de quienes yo creía que eran buenos compañeros, no me había asustado aún porque supieran con relativa facilidad quién estaba detrás de las cuentas de denuncia que había abierto.

Más mensajes, estos por privado, anónimos la mayoría. Insultos, fotos de sus penes erectos, fotos de mujeres haciendo felaciones, mensajes utilizando mi nombre, el de mi novio, el de mi hermana. Mensajes dando la dirección de mi casa.

Llegó el juicio y lo perdí porque… Porque lo perdí.

Aquí todavía no había llegado el cambio. Había pasado mucho, pero nada fue de la noche a la mañana, solo los aumentos de seguidores inesperados, los insultos. 

Lo que hice, tras una noche insomne, fue comenzar a escribir toda la historia como vuelvo a hacer ahora. Vi todo lo que había garabateado a mano en un cuaderno y me sentí aliviada. Contacté con una psicóloga especializada. Juntas empezamos a hablar y a idear. Escribimos un libro a cuatro manos sobre el acoso laboral dirigido a jefes. Dirigido a jefes. 

Comenzamos a dar charlas en centros educativos, pero incidíamos en el comportamiento activo, en el del potencial acosador, en lugar de enseñar a defenderse al acosado. 

Un día le envié un ramo de flores a mi antiguo jefe, con una copia de mi libro. “Ganaste un juicio, pero yo ya estoy en otra guerra”.

Natalia Sanguino Escrito por: