El 90º de los 101

La chica de la biblioteca

En tiempos de coronavirus se baja la mascarilla para poder oler los libros que va seleccionando. Con los ojos fijos en los lomos, alarga la mano, estira un par de dedos y saca el libro. Le da la vuelta, lee la contracubierta, pasa las hojas, lee a veces la primera. Si le convence, sin mirar a los lados, se baja la mascarilla y huele el libro de turno abierto por la mitad. Su nariz cata las notas del interior del papel, cierra los ojos para hacerlo. Me dan ganas de preguntarle un día “¿a qué huele?”. Y otras veces temo que alguien también la vea y le recrimine su actitud antihigiénica y peligrosa en plena pandemia. 

Me gustaría que nadie rompiera su burbuja, que nadie la molestara nunca, porque desde mi posición de observador me parece que tiene cara de haber sufrido mucho. Será la expresión, los hombros hundidos o los ojos tristes.

Llegué a cambiar mi lugar de estudio en la biblioteca por otro que tiene una vista mejor de las estanterías donde están las novelas, donde ella pasa largos ratos eligiendo, mirando, sacando, oliendo. A veces deja el libro olido en la estantería y me dan ganas de ir corriendo a olerlo para saber por qué no le ha gustado. 

No se lava el pelo a menudo y suele vestir ropa muy amplia. No sé qué cuerpo tiene, no puedo imaginarlo, de lo ancha que lleva la ropa. Yo, que soy un aburrido y eterno opositor, no podría decirle cómo vestiría mejor, pero me dan ganas de hacerla feliz, así de triste la veo.

Un día, lo confieso, la seguí un poco por la calle. No quiero que se me tome por loco y me daba pánico que ella se girase de repente y me viese, aunque no sé si me reconocería. Fue antes de la pandemia, antes de las mascarillas, pero aún así ella no parece mirar con interés a nada más que a los libros.

¿Quién eres, qué haces, dónde vives? ¿Puedo hablarte o te asustarías como una mariposa a la que intento tocar las alas? Demetrio, el bibliotecario que está por las tardes, te conoce. Me dice que te llamas Candela. Qué preciosidad de nombre, le digo. “De nombre será, porque de otra cosa…”. No le entiendo pero sonrío. Ya sé que te llamas Candela y atesoro cada nueva información tuya, que sumo a lo que de ti me imagino. Siempre llevas bolsas de tela, Candela, y el mismo abrigo. Sueles preferir en invierno las faldas y vestidos largos y lisos y en verano qué alegría fue verte con estampados de flores y colores más vivos. Eres muy pálida y algo ojerosa. Me preocupa que alguien sea malo contigo.

Un día cualquiera, Candela estaba buscando libros entre las estanterías y yo estudiando entre idiotas de instituto que no paran de bromear y lanzarse papeles. Veo que elige un libro que he leído y el corazón se me acelera, ¿y si me acerco y hablo con ella, y si se lo digo? ¿Cómo? Jamás me he acercado así a alguien desconocido y menos a alguien que despierte tanta fascinación en mí. 

Cuando me acerco, veo las canas que entretejen la trenza de Candela. Veo una parte de su cuello pese al pañuelo que lo cubre y trato de parecer inofensivo. No quiero asustarla y estamos en una biblioteca, así que hablo en voz queda: “Te lo recomiendo, ¿eh? A mí me encantó”.

Entonces Candela me mira y veo el desprecio en sus ojos, intuyo la mueca en su boca bajo la mascarilla.

– Genial, pues si me lo recomienda el rarito de la biblio, ya tengo motivo para no llevármelo.

Yo quiero llorar. Se rompió el hechizo.

Natalia Sanguino Escrito por: