El 91º de los 101

Mi padre dice que le gustaba ir conmigo a ver el fútbol al campo de Huertas, en Alcorcón, cerca de nuestro piso. De tanto decírmelo he formado un recuerdo, en las gradas, al sol, feliz. Pero no sé si es un recuerdo real o las ganas de tenerlo.

Los recuerdos son un lugar muy bonito y muy tramposo: te permiten volver siempre que quieras y a la vez te permiten engañarte. ¿Cuántas discusiones no hemos tenido por un recuerdo en común con otra persona, que para cada uno era diferente?

Así que mi primer recuerdo es un recuerdo incierto, pero que me gusta. 

Mi abuelo vino (o venía, no sé la frecuencia) a verme al recreo de la guardería alguna vez, con algún caramelo. Sé dónde estaba mi guardería, el parque cercano donde salíamos en el recreo, puedo vislumbrar la figura de mi abuelo Luis en aquel mundo infantil. Pero esta postal de mi mente es aún más borrosa que la anterior. 

La presencia de mi hermano en mi vida aportó más recuerdos al darme experiencias compartidas con él: secretos, bofetadas, juegos inventados, discusiones. Podría ir a las piedras donde se abrió la ceja por huir de un perro (yo lo recuerdo pequeño, él, a saber) o al tobogán del que se cayó de boca una noche y comenzó a llorar sangre. Que no fue gran cosa, pero qué pánico.

Iré entonces a recuerdos más formados: la pared exterior de mi guardería, la Guardería Alicia, era de ladrillo. Ahí formábamos una fila para ir al recreo. Y yo tenía una amiga delante de mí. Rubia y más alta que yo. ¿Alejandra se llamaba? Creía que Alejandra era mi amiga. Jugando con ella, le puse las manos en los hombros y entonces la muy asquerosa se puso a gritar a la profesora porque decía que le hacía daño. Yo me asusté mucho (¿cómo iba a estar ahogándola?) y temí que me regañaran. Retiré las manos, supongo. 

Y aquí podría vender la moto de que aprendí rápido lo que era la traición. De aquello no aprendí nada, pero el paso del tiempo me ha demostrado que hay gente que simplemente es boba. 

Y ahora pasaré a hacer un listado de recuerdos sin un sentido necesario:

las siestas eternas de los adultos en el pueblo. Yo aprovechaba para escabullirme fuera y jugar, leer, inventar. De aquellas siestas, estos 101, ojalá

el susto tremendo que nos dio a mi hermano y a mí una araña gigantesca que descubrí posada en mi pierna (¿o era la suya?) un día jugando en la terraza de la cocina. Nos encerramos en la habitación más alejada de la terraza. Cuando mi madre llegó de trabajar, encima, no sé por qué motivo, nos llevamos bronca.

como no me gustaba comer (o me daba pereza, yo qué sé), cuando algo se me hacía literalmente una bola en la boca, mi padre asomaba la palma de su mano bajo la mesa, a espaldas de mi madre, para que yo le escupiera la comida y él pudiera ir a tirarla a la basura. Lo mejor de esta historia es que mi madre se enteró hace apenas un par de años. 42 tenía cuando escribí estas líneas.

la voz de mi abuela Satur, que recuerdo nítida contándome cuentos.

la ventana de mi habitación en el Hospital Niño Jesús de Madrid. Las luces naranjas de la ciudad, las ramas de los árboles recortadas en sus sombras, el miedo y la soledad, la confusión. Me ingresaron una semana para tratar de aplacar una psoriasis que me acompaña desde que tengo 8 años. La noche anterior a ingresar en el hospital dormí en casa de mi abuela Satur y vimos una obra de teatro de Lina Morgan en la tele. En aquella estancia en el hospital comencé a leer a Bécquer gracias a un libro que mi hermano (que tenía cuatro años) me regaló (aquí mis padres estarán pensando “y será capaz de creer que se lo eligió el niño”), con Rimas y Leyendas. Ocho años tenía cuando empecé a leer a Bécquer. Demasiado bien salí.

los pijamas de verano y las merienda-cena en la terraza, siendo aún de día.

Momo y los gamusinos de aquel libro de Barco de Vapor.

una pizza de anchoas cerca de la muralla de Lugo. Aquellas vacaciones, en las que vi el mar por primera vez a los 13 años y era tan feliz que estaba convencida de que me iba a morir, porque que me saliera todo bien seguido no me parecía normal. Bécquer con ocho años, insisto, ¿qué esperaban?

las horas, los días. ¿Verdad que eran interminables?

Natalia Sanguino Escrito por: