El 95º de los 101

La caja fuerte de mi abuela

La caja fuerte de mi abuela

Mis primos me odian. De la noche a la mañana, covid mediante, me encuentro con un piso de 60 metros cuadrados, dos balcones y muchas posibilidades en un barrio al otro lado del río. Mi vida hasta ahora se desarrollaba en un piso compartido en el centro, tendré que acostumbrarme a tardar un poco más en llegar a los sitios, pero joder: un piso, sin hipoteca, que necesita unas reformas pequeñas y ya está, mío. 

Mi abuela murió sola cuando el covid ya no daba miedo. La pobre mujer se nos fue en la sexta ola. Que vivió mucho y bien, hasta el final en su pisito, ojo. No puedo estarle más agradecida. Mis primos la odian. Que se jodan. Yo fui quien la visitaba todas las semanas, a veces iba a comer con ella, a veces veíamos la tele un rato por la noche, no pasaban más de siete días sin que estuviéramos juntas un rato. Me llevaba con ella todo lo bien que no me llevaba con mi propia madre, su hija. 

El sufrimiento y la pena, míos son, así como este piso. Cuando entro por primera vez tras haber firmado los papeles, acompañada de un par de amigas, enseguida corro a abrir las ventanas. Carol, que es un poco burra, me suelta “sí, anda, abre porque no veas cómo huele aquí a vieja”. Intuyo que mi otra amiga, Eva, le ha dado un golpe y discuten entre cuchicheos. Yo sonrío porque mi propia abuela me decía que los viejos huelen a viejo. Que no, abu. Que sí, ya llegarás, ya. Me parece estar oyéndola ahora mismo. “Aquí hay que hacer limpieza espiritual o algo por si tu abuela sigue presente de algún modo, ¿se fue en paz o tenía algo pendiente?”

– No tenía nada pendiente, Carol, y ojalá su espíritu siguiera aquí y me hablara un poco, ojalá me guiara. 

– Desde cuándo eres tú mística, a ver.

Las tres reímos y nos encontramos en el salón. Coincidimos en que hay que cambiar la decoración en cuanto resuelva los arreglos que el piso necesita. ¿Vas a cambiar los suelos, tía? No, me gusta este azulejo, me reconforta. Claro, te recuerda a cuando eras peque, ¿verdad? Algo así. Joder el suelo éste de la cocina, ¿cómo se llama, el rollo… metalúrgico, es? Hidráulico, cómo va a ser esto metalúrgico. Azulejo hidráulico. Pues chulísimo, no lo cambies. Hay que pintarlo. Eso sí, pintarlo. Así de blanco… Oye, una pared del salón píntala en mostaza, o en verde agua. En rojo. No, en rojo ni de coña. Joder, ni una propuesta me aceptáis. 

Vamos paseando por la casa y entro en la habitación de mi abuela. Sí, claro que la cama irá fuera, si además esta no es la que tuvo ella de siempre, ésta se la compraron sus hijos cuando ya estaba mayor porque la otra era muy alta, la pobre decía que le daba vértigo bajar de ahí. 

Me acerco a la pared del cabecero de la cama. Qué poca gracia tiene una casa de abuela con un cabecero del Ikea, pienso. Idea de mi madre, fijo. Veo el cuadro de los cervatillos. Es horrible. El marco, dorado envejecido, con volutas y en relieve, como si acabara de ser robado del Museo del Prado… La escena: a la izquierda dos cervatillos miran tímidos al pintor/espectador, descansan en un pardo verde y a su lado corre un arroyo con bastante agua (para no ser un río), mientras que detrás de ellos hay un bosque, y a la derecha de la escena una casa de paredes blancas y techo de paja de cuya chimenea sale humo gris. Debían estar cocinando ahí dentro, porque el cuadro está ambientado en la primavera, y qué sentido tiene encender entonces la chimenea. Cuando mi hermana y yo nos quedábamos a dormir en casa de la abuela, nos encantaba imaginarnos con ella historias alrededor de ese cuadro. Quién vivía en la casa, qué pensaban los cervatillos, en qué río desembocaba el arroyo… A veces mi abuela decía que nosotras éramos los cervatillos, que teníamos que ser como ellos, siempre con los ojos muy abiertos, observando, listas para salir huyendo, para no conformarnos, no quedarnos esperando que nadie nos atrapara. De pequeñas, yo apenas la entendía. Conforme fui creciendo, no me gustó entenderla. Lo que creía percibir tras sus consejos, su amargura, su arrepentimiento por ciertas cosas vividas. Tus figuras adultas de referencia no deben ser personas infelices. No quieres saberlo si ocurre. 

Mis amigas me sacan de mi ensoñación insistiéndome en que quite el cuadro ése horrible. Lo quitaré cuando vengan a pintar, les digo. Y eso haré unos días más tarde. 

– ¡Señora, señora! – me grita uno de los pintores. Voy por el pasillo gritándole yo, a su vez, que ya le dije que ahora quitaba yo las cosas de la pared de la habitación. Él me ignora y cuando entro me dice – ¿Ha visto usted esto, señora?

Reprimo las ganas de decirle que no me llame señora, que no he cumplido los 30. O más bien las reprime la sorpresa de ver una caja fuerte en el lugar que antes ocupaba la escena de los cervatillos, que ahora parecen haber abierto más los ojos, en manos del pintor, que los zarandea según me habla. 

– ¿Esta caja fuerte usted sabía que estaba aquí? 

– Pues… No. 

– ¿Y sabe abrirla, la abre?

– No… No… ¿Puede dejarme a solas un momento, por favor? 

– Venga, sí, nos vamos que de todos modos enseguida es la hora de comer. La adelantamos hoy un poco, ¿eh, bonita? – Y me palmea la cara. Yo pienso que es la última vez que dejo que mi tío me recomiende a una cuadrilla de obreros. Roja de rabia y vergüenza, espero hasta oír la puerta de la calle. He recordado algo.

En la carpeta que últimamente me acompaña a todas partes, con la escritura de la casa y más papeles de estos trámites recientes, busco. Y encuentro una nota con la caligrafía de mi abuela, una serie de números que yo pensé que serían la cuenta de su banco. Ocho números es una serie corta para ser la cuenta de un banco, pero qué sé yo. Me voy a la caja fuerte y con la mano algo temblorosa voy llevando la rueda a cada número.

Tic, tic, tic, tic, tic, tic, tic, tic. 

Clac.

La puerta se abre. “Joder, abu”, murmuro, mientras meto las manos en la cavidad oscura y me sorprende ver que no hay demasiado polvo: recientemente ella debió abrirla, tuvo que hacer limpieza, algo. 

Ahí veo una colección de monedas y otra de sellos. Tres grabados. Casi me da un infarto cuando leo la firma de Goya al pie de uno de ellos. Los otros dos están sin firmar, pero parecen pintados por el mismo autor… ¿En serio, Goya, abuela? ¿Y vivías en un bloque sin ascensor? En una caja aparecen dientes de niños. Cuando está a punto de darme una arcada, recuerdo que son los míos y los de mis primos. No elimina las ganas de vomitar pero sí la idea de una abuela psicópata. Una primera edición de ‘Cien años de soledad’ y otra de ‘El llano en llamas. Pedro Páramo’. Una caja grande con un collar de perlas que recuerdo haberle visto puesto a ella en las fiestas navideñas y bodas. Nunca pensé que fuera de perlas buenas, me sentí fatal por no haber creído que ella podría tener algo de tanto valor, no sé por qué. Me asomo al interior de la caja y meto la mano para asegurarme de que no hay nada más. Tropiezan mis dedos con una caja que apenas pesa y saco una funda de DVD. La abro y dentro encuentro un disco donde está escrito: “Instrucciones especiales”

Natalia Sanguino Escrito por: